Esta noche, cuando
dormías, no recuerdas haber soñado claro. Preparas un zumo, el
café, piensas en aquellas cosas que abandonaste la noche anterior
por falta de energías. Siempre hay algo pendiente por resolver pero
hay que zanjar. Este puñetero país es todo burocracia, un paso no
es un avance, es dar con otra tapia. Saltas barreras que pronto tendrás que
sortear a la inversa. Te dispersas en imaginaciones que te alejan de
todo lo demás. Pensamientos vanos, inertes, que se emulsionan entre
otros y terminan engullidos en una retahíla de costumbres. Más valdría abocar toda la energía negativa
que va acumulándose recogida en los medios, en la calle, al teléfono
o, sencillamente, atascada en el ánimo, al contenedor más cercano.
No hace falta explicar a los demás todo aquello que saben de sobras.
Desayunado el zumo, sobreviene otro pensar infructuoso mientras permaneces a la espera que
el café despegue a borbotones. Este
edificio de 12 plantas parece deshabitado. Apenas se escucha
nada de nadie: privilegio, aislamiento. Tu escalera de referencia
estaba falcada por arriba y abajo, por un lado y por el otro de
familiares, de vecinos cercanos. Solo había que abrir la puerta
para verlos y no hacía falta abrir ninguna para considerarlos. Los
que vivían tras aquellas puertas trabajaban muchas horas, trabajaban
duro, pero les quedaba algo de tiempo para detenerse en el rellano.
Siempre tenían momentos para saber algo de sus vecinos y para
ponerlos al día de lo propio. Hoy, los amigos pueden estar a miles
de kilómetros, con suerte y buena letra, no dejaran de serlo en la
distancia. Otros, amigos o familiares, están a menos kilómetros
pero muy lejanos de aquel rellano. Saber que están no significa
sentir que están, en realidad, como tu, hacen uso del privilegio del
aislamiento, que permite esquivar lo que una robusta puerta no puede
separar jamás. Esta mañana, lo que un día te pareció mágico
aparece insuficiente, desapasionado, disminuido. Por fin el café
brota por el mismo lugar de siempre.