Jodidas pretensiones.

De repente, en la radio una noticia me ha devuelto a la realidad de donde me había alejado unos minutos, mientras escribía cosas sobre humanos, sobre la mediocridad y sobre la arrogante pretensión de todo intento de mejorar la actitud de los demás...
Pensaba colgarlo, estaba casi listo pero la realidad se impone de nuevo, cae como una pesada losa de la que deseas librarte y no puedes por mucho que te empeñes. Hay personas conocidas con las que frecuentas mucho y sigues desconociendo y has personas que frecuentas muy periódicamente pero a las que te une un fuerte lazo emocional. No sé como puede entenderse esto, pero ocurre . He tenido la suerte de que me haya pasado alguna vez en la vida, y ahí si, podría unirlo con mi frustrado texto que acabo de aparcar cuando estaba ya listo.

A Maria y a mi nos unió un lugar en el tiempo, en un breve espacio de tiempo que voluntades e intereses ajenos a nuestra voluntad de movimiento se encargaron de menguar aun más. Entonces, mi actitud respecto a cierto suceso que intentaba desacreditarla, nos acercó hasta ahora. Siempre el camino que no controlamos es el mejor. Ella, reconocida psicóloga (pasa a ser anecdota lo que acabo de escribir unos minutos antes sobre mi reciente desinterés por la psicología), pero a lo q estamos, no se trata de su profesión, ni se trataba entonces, si no de determinadas actitudes que intentan ponerte en contra de la más aplastante lógica y quieren hacerte mirar a otro lado de donde se halla en aras a su interés que nunca es el tuyo. Ella, psicóloga en una clase para interesados mediocres, como yo, y yo, interesada en un curso que me costó un poco de todo,  y me regaló su amistad. Los otros, incapaces gestores de su invento, al acecho, intentando desmoronar algo que estaba bien, bien para mi, con más interés que finalidad, y para el resto, que aunque no comprendían la mitad de lo que ella explicaba, lo simulaban. Los otros, son capaces de cualquier cosa si les pones las cosas fáciles. Ellos, los otros, queriendo sacar de encima a María cuando llevábamos ya cinco clases, y los otros otros, mis compañeros medianamente instruidos, callados y sumisos antes tal absurda circunstancia. Yo no. Yo solo callo cuando la conversación no me interesa, o cuando los demás tienen más que aportar que yo, pero nunca cuando mi instinto me ordena que hable, ni ante lo que me sitúa ante una injusticia si me veo implicada. Aquello lo era. Como lo es que su hijo, Monti, de 48 años haya muerto ayer, antes que ella, después que su padre, Josep Montanyés. No tengo nada que decirle hoy como le dije aquel día que nuestra esporádica relación quedo sellada. Hoy no sé qué decirle,  excepto que lo siento profundamente, pero soy capaz de comprender una mínima parte de su dolor y de dedicarle de nuevo unas palabras. No hay consuelo ni hay justificaión en que muera un hijo antes que tú ni hay palabras que puedan hacerte entender el porqué ha sucedido. Solo hay una pequeña brecha para poder seguir adelante sin morir del propio dolor y a ella ha de aferrarse Maria. Ha de seguir su instinto y sobrevivir a la imperfección de la existencia. Como todos, sin otra pretensión.