Retienes entre tus manos y solicitud uno de los libros de Walser después de prestar atención a otros, algunos históricos, de arte o ficción. No lo has comprado a pesar de estar tentada a hacerlo. No puedes hacer caso a los impulsos que te invaden cuando entras en una librería, porque cualquier historia te atrae a priori. El tiempo para leerlos, es lo de menos, porque has acumulado montones de libros aun por abrir o acabar de leer, pero, tenerlos apilados en alguna estantería o encima de la mesita de noche, dispuestos para cuando se te antoje, además de cada vez que te ausentas de casa, llevarte alguno, es el complemento vital. Llevarlo en la maleta o el bolso te hace sentir segura y simboliza el fin de un consumado equipaje. No compraras nada, porque desde ayer, otra vez, sientes el síndrome de abstinencia que te invade cada vez y cada año antes del día 25 por rebose y que dura por detrás bastante más días. Ya habrá tiempo y a tu bolsillo le conviene un longo sosiego. Solo te paras a mirar.
En la librería, casi todos dan vueltas alrededor de los miles de libros pulcramente ordenados, tocándolos, como lo haces tú, abriéndolos e intentando asimilar en pocas palabras su contenido y descubrir su escondido propósito. Al final, la prisa, ha quedado fuera mojándose y quedará al azar o vendrá a la memoria alguna recomendación que te harán decidirte por uno o por el otro, más que lo que descubras en las quince líneas que acabas de leer y, teniendo en cuenta la lluvia que aún sigue cayendo afuera, incisiva y constante, estar en el regazo de este formidable paraguas que resguarda millones de palabras e ideas de las que puedes apoderarte a cambio de un simple gesto, es el mejor lugar para estar y la mejor compañía que puedes escoger.
De Walser, dicen muchas cosas, una, que no corregía sus escritos y que iba abocando palabras sin levantar la vista hacia lo anterior de manera incansable. Todo lo que han recogido de este escritor bernés los libros que tienes a disposición, enfoca a personas o situaciones superfluas, cotidianas, y se fija en detalles minúsculos, fruto de sus largos paseos a los que nunca renunció hasta que le sobrevino la muerte en uno de ellos en medio de un gélido paisaje. Walser, como el doctor Passavento, estaba dispuesto a desaparecer entre aquella multitud que lo abrigaba cada día cerca de su lugar de residencia, un sanatorio mental.
Sales de la librería saltándote el propósito, con un libro que no es de Walser porque este autor solo te interesa a ti aunque te perturbe el equilibrio, a veces. El libro que adquieres es sobre arte y a ti te importa poco, o más bien, lo comprendes menos que a Walser y no serias capaz de leerlo. Tu presente esperará dos, tres semanas o quizá un poco más. Hay que leerlo sin diligencia, dejándose llevar al compás que el autor imprime y que solo él sabía, exactamente, cuál era, porque al fin y al cabo, se trata de un personaje que intentaba desaparecer entre demencias y en estas pequeñas ranuras, microscópicas, a veces, para decir todo aquello que casi nadie podemos, queremos o sabemos explicar porque no implica ninguna conclusión ni espera ningún apruebo o rechazo. Solo existen porque Walser existía casi impalpable, entre partículas invisibles a los ojos de muchos y dedicaba su tiempo, incontable, frágil, y por fin, infravalorado, a transcribirlas.
“Los niños son celestiales porque siempre están como en una especie de cielo. Cuando se hacen mayores y crecen, se les escapa el cielo, y caen desde la infancia a la seca y calculadora esencia y a las aburridas concepciones de los adultos. Para los niños de la gente pobre, el veraniego camino rural es como un cuarto de juegos. ¿Dónde habrían de estar si no, cuando los jardines les están cerrados con egoísmo? Ay de estos automóviles que pasan, que atraviesan fría y malvadamente el juego de niños, el cielo infantil, de tal modo que esos pequeños seres humanos corren el peligro de ser aplastados. No quiero tener el horrible pensamiento de que un niño sea realmente arrollado por uno de esos toscos carros triunfales, porque si no la ira me induciría a expresiones groseras con las que, como e sabido, nunca se consigue gran cosa “
A la gente que va levantando polvo en un rugiente automóvil les muestro siempre mi rostro malo y duro, y no merecen otro mejor. Piensan entonces que soy un vigilante y policía de paisano, encargado por elevadas autoridades de vigilar a los conductores, tomar el numero de sus matriculas y denunciarlos después. Siempre miro sombrío a las ruedas, al conjunto, y nunca a los ocupantes, a los que desprecio, en modo alguno de forma personal, sino por puro principio; porque no comprendo ni comprenderé nunca que pueda ser un placer `pasar así, ante todas las creaciones y objetos que muestra nuestra hermosa Tierra, como si uno se hubiera vuelto loco y tuviera que correr para no desesperarse miserablemente. De hecho, amo el reposo y todo lo que reposa. Amo el ahorro y la moderación y soy contrario en el nombre de Dios en lo más hondo de mi ser a toda prisa y atosigamiento. No tengo que decir nada más que lo que es verdad. Y seguro que por estas palabras no dejará de haber automóviles, con ese mal olor que echa a perder el aire y que sin duda nadie estima y quiere especialmente. Seria antinatural que la nariz de alguien amara y aspirase con alegría lo que para cualquier nariz humana, como es debido es a veces, según quizás el humor de que se esté, irritante y aborrecible. Basta ya, y no lo tome usted a mal. Y ahora a seguir paseando.
Fragmento, del Paseo. Robert Walser.