Allí donde en el rió crece un sauce recostado,
que refleja hojas blancas en el agua cristalina.
Allí, mientras tejía fantásticas guirnaldas
de ranunculos, ortigas, margaritas y esas flores alargadas
que los pastores procaces llaman con nombres soeces,
pero que en boca de nuestras doncellas no son
sino “dedos de difunto”. Allí, cuando trepaba
para colgar en el árbol su corona silvestre,
rompiese una rama pérfida, y cayo ella, y sus trofeos
floridos en aquel arroyo de lagrimas. Extendidos
sus ropajes en el agua, salía a flote cual sirena,
y cantaba estrofas de antiguas canciones,
inconsciente del peligro, o como hija del agua,
acostumbrada a vivir en el propio elemento.
No paso mucho tiempo, sin embargo,
sin que el peso de sus vestidos empapados de agua
arrebatara de sus cánticos a la infeliz, arrastrándola
al cieno de la muerte
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