Sentarse en una terraza de Alexandria no es muy distinto que hacerlo en una de Roses o Illescas. Uno, decide sentarse a tomar un refresco o un café para pararse y contemplar a los que pasan y algunas veces, sencillamente, a leer la prensa del día. Al sentarse y parar un rato, se intenta detener el camino para poder descansar, reflexionar o meditar sobre visto o lo que queda por mirar. Es, como digerir una abundante primer plato que te ha satisfecho y necesitar poner un punto y coma antes del segundo . Lo único que varía, respecto a sentarse en una terraza de Barcelona o de Vigo, es las expectativas que hay delante de nosotros y las ilusiones o decepciones que trasladan nuestro empeño.
Aballach, siempre se sentaba en una de las terrazas de los lugares a los que viajaba porque desde la perspectiva que le ofrecían éstas, le era mucho más fácil llegar a ser otra persona, un personaje inventado o leído a lo largo de sus viajes en tren, barco o, a través de los aires, con el que le gustaba jugar y distraer a los que lo observaban o decidían acercarse a él. Aballach, cuando se detenía en una terraza de Nápoles o en una de la confusa ciudad del Cairo, no era pura y simplemente para descansar sus pies o su perspectiva. Necesitaba detenerse en un lugar tan solicitado, tan lleno de personas alrededor, para que alguien de todos cuantos tenía a merced de su visión, escogido por el mismo, lo transportara y colaborara a transformarlo en uno de los personajes que, de algún modo, admiraba. A veces, pasaba todo su tiempo sin intercambiar ninguna palabra con nadie, simplemente, detenía su atención en el título del libro que parecía solazar al ocupante de su vecina mesa, o estancaba su mirada en el voluptuoso andar de alguna dama burguesa que impulsaba su pequinés, vestido a juego con su exclusivo bolso, mientras la imaginaba esposada con un aburrido concejal del lugar. Unas veces, podía ser el Sr. Pasavento e ir tras la recóndita casa donde vivió Marx en Paris. Otras, se convertía en un perfecto gentleman para adular o desconcertar, sin manías, a las mujeres que se fijaban en el. Entre su mente y su vida real, había mucho distancia física pero al mismo tiempo, una gran entrada abierta de par en par que traspasaba con cierta comodidad y un largo y sugestivo camino que recorría con pericia para conseguir alcanzar a cualquiera de sus héroes. No me pregunten qué le impulsaba a hacer el mismo camino siempre desde otro lugar. Lo mismo que a cualquiera de nosotros le empujan algunos disparates que se convierten en rutina y se perpetran a lo largo de la vida, evangelizados en necesidad, imagino, pero que no son en ningún caso brillantes. Aballach, era brillante y sabía que era de las pocas cosas que poseía ciertamente. Sabía, a ciencia cierta, que ser otra persona cuando a nadie le importaba su verdadera identidad en el fondo, lo hacía sentirse bien, lo hacía realmente libre. Porque en este fondo al que se refería Aballach, a nadie importamos realmente. Nadie le esperaba y a nadie le daba el privilegio de esperarle por más que evocara alguna espera. Sin esta capacidad para ser y no ser, no hubiera podido aparecer en la isla de Capri y no volver a descubrirse hasta llegar a Luxor. Era tan dueño de sus personajes como del tiempo que los cobijaba mientras disfrutaba en cada lugar de las mismas cosas y buscaba por distintos lugares, desde otro punto del planeta, sentado en otra terraza y urdiendo, inocentemente, a otras personas que le descubrían sin poseerle ni segar su libertad. Era feliz de este modo, al menos, no era tan infeliz improvisándose a sí mismo y demostrando a todo aquel que decidía acercarse hasta él, que la única manera de que lo conocieran realmente, era siendo siempre quien le apetecía ser. Un iluminado filósofo o un versado psiquiatra. En Paris o en Fez, en Damasco o en Granada. Y, sin que nadie esperara su llegada. De éste modo, supongamos, siempre habría alguien imaginando, igualmente, su alegórico regreso.
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