Ad altiora tendimus

En una entrevista, un periodista bueno o mediocre, ha de dirigir sus preguntas a alguien más o menos interesante.
En una entrevista éste alguien, responde o no a lo que le han preguntado. La mayoría de veces que un político responde en una entrevista, por ejemplo, no contesta a las preguntas, y casi siempre se escapa de las comprometidas e incomodas. En una entrevista a un político, el mero entrevistador, simula ser agresivo, pero pierde gas a la primera escapada de su entrevistado, con lo que éste, gana la batalla de una guerra que supuestamente tendría que ganar la entrevista.
En cualquier entrevista, un mondo entrevistador, hace preguntas incomodas, pero también brinda risas que las suavizan, gestos que las disculpan, y olvidos intencionados que la convierten en vulgar. El entrevistado, acaba llevándose el premio, sea un ramo de flores o sea un megáfono, pero premio seguro por haber tenido el detalle de llenar aquel espacio de programa a precio de oro o gratis, dependiendo del oficio que ejerza.
En una buena entrevista, el entrevistador, no cesa cuando el entrevistado, y menos si es un político, intenta desperdigarse, intenta torear la pregunta. El entrevistado, pilla a la primera que le van a cuestionar, y se agarra a cuestiones que se han intercalado para desarrollarlas, acentuarlas y despistar, pero el buen entrevistador, pilla por donde lo hace y repite la pregunta de otra forma hasta que el interrogado responde a la cuestión sin remedio.
Los buenos entrevistadores, hoy, interpelan a personajes poco influyentes o poco relacionados con asuntos que afectan al pueblo: interrogan a artistas, algún científico, toreros, a escritores y poco más. Muchos, están en la televisión amarilla y algunos en la rosa, recuperándose de los traumas que les ha dejado su carrera y recogiendo la cosecha que creen merecer. (Más o menos, pasan a ser euro -periodistas) Unos pocos, han dimitido hace años o quizá, han aceptado un cargo aparentemente superior, de director/a, pero ya no molestan a sus entrevistados.
Los simples entrevistadores, interpelan a personas más conocidas e influyentes, les encargan programas de entretenimiento donde invitaran a grandes personajes o a reputados políticos, tienen la oportunidad de distraer al personal en columnas de periódicos, igualmente. Pero cobraran mucho de cualquier manera y se harán igualmente populares porque nunca avasallarán a su entrevistado aunque lo aparenten.
Entre un buen entrevistador y un fiel entrevistador, se acuna el tiempo, sobre todo, pero también se columpian los compromisos, los cargos, los beneficios y las ordenes de un amo más o menos invisible, más o menos tolerante, más o menos poderoso que gobierna sus principios y condiciona sus actos. Ya no quedan, prácticamente, entrevistadores libres y buscarlos o encontrarlos es pura cuestión de suerte. La verdad pues, no está en la televisión, ni en la radio ni en los periódicos. La verdad, sigue estando escondida entre las calles. Entre las calles, precisamente, ese lugar del que huyen, finalmente, los buenos y malos entrevistadores para unirse sin saberlo, o sí, a los que un día fueron sus dilemas y sus víctimas.