Un error, dos errores, tres lecciones


Dicen que el único animal que tropieza dos veces con la misma cosa es el hombre.  No solo es cierto, si no que tendría que estar en las cabeceras de todas las camas, bien explícito, en vez de aquel  cuadro insípido que cuelga por encima de nuestra cabeza. Antes de dormir, todos, tendríamos que recordar aquello en lo que hemos caído una vez y no queremos volver a tropezar. Y desde luego, deberíamos rezar a quien sea  que nos libre  de tropezar por cuarta vez con lo que nos ha hecho rendir una, dos y tres veces y acaba doliéndonos. Las mujeres, por ejemplo, si somos madres, comprobaremos cuando los hijos empiecen a volar,  que fácil es creernos aquello que nos dicen hoy y que mañana han olvidado. Podremos comprobar , por mucho que nos hayamos ejercitado en el entreno, cuan de rebelde es  el lienzo que nos   mantiene unidos cuando al dilatar  empieza a desprenderse y  con qué tesón y pasión nos aferramos a este cada vez que nuestro hijo  intenta ceñirlo, para después, olvidarlo por cualquier otro asunto que está fuera de nuestro alcance o por cualquier persona que desconocemos y que en este mismo instante se convierte en prioridad  dejándonos agarradas al tejido que se desprende de nuestras manos como polvo sin augurio.  Sabemos todos, y tú  más que nadie, como duele arraigarse a un propósito   y quedarse solo en el intento. Duele nuestra insensatez y duele su insensibilidad. Duele nuestro ahínco y duele su fragilidad. Duele también nuestra sujeción y deber con él o ella, y duele su desprenderse tan prodigioso y repentino. Deberíamos haber aprendido de nuestra senda como hijas, o de anteriores experiencias como madres, y sin embargo, caemos en el error de pensar que somos diferentes, o que ellos son distintos, y de nuevo nos precipitamos en el error.
También podemos agitarnos ante la injusticia  que se desprende cuando, recién despedidos hacia  cualquier abismo  por exceso de celo y compromiso o por seguir creyendo al pie de la letra  todo aquello que un ser querido nos señala para derrumbarlo poco después ante nuestras narices. Podemos. Diría que debemos hacerlo ante el riesgo que supone no hacer nada. O solo hacer que llorar. Podemos llorar pero no si, previamente, no nos hemos enfadado con nosotros mismos, por desmemoriados, por presuntuosos, por ingenuos.  Y nunca antes de haber soltado nuestro enojo a quien se lo merece por atontamiento  y desatino. Después, incluso, puede saciarnos la sed de venganza cualquier propósito que hayamos aplazado por no haber pensado antes en nuestra ilusión  y demasiado en alguien que no está por la labor de corresponder ahora mismo. Pero es evidente, que cualquier propósito aplazado sin causa de peso llega tarde o se esfuma. Y es  mucho más cierto que planear en estado de arrebato, es un error. Pasará el arrebato y quedará el plan. Por  lo que es mucho más atinado dejarlo para cuando regrese la calma.
Hemos superado nuestra  cólera sin ningún mueble dañado  y franqueado el disgusto sin subir el nivel del mar. Ahora viene lo difícil, ahora tendremos o tendríamos que recapacitar en el aprendizaje. Es hora de ser firmes. Llega la hora del esfuerzo, de dar cancha a las  ilusiones y de darse cuenta de que el compromiso se ha instalado en el lado derecho de nuestra almohada y cada noche nos puntea al oído, bajito pero muy claro que hemos saldado el debito aunque es necesario cerrar algunas cuentas. Sin furia, sin resentimientos, sin angustias  ni reproches, es hora de aprovechar la lección.