Domingo. Siempre apropiado para dejarse conquistar por un lápiz y un papel, por un teclado, por un desvarío o una estampa. No importa con qué formules tus pasiones, tus ideas, tus angustias o tus miedos. Es necesario vencerlos para que no se pudran en un rincón oscuro de un solo destinatario: tú. Un domingo iluminado, como el de hoy, estimula a caminar cuando, además, es el postrero de varios días cerrados. Pero antes de sacar a rondar las piernas, a exponer el semblante al sol, y los pulmones a un aire más nítido, está bien oxigenar las huellas que nos han marcado una frase, una acción, o demasiados silencios. Te has acostumbrado a decir lo que no era preciso decir y a encubrir aquello que necesitabas pronunciar. Te has habituado, en definitiva, a hacerte mayor. La niñez, es una explosión de impaciencias, preguntas, también de impotencias, que nos hacen llegar a alguna conclusión emocional, temprano o tarde. Hemos crecido, hemos madurado, probablemente, a la sombra. De ahí esta tendencia a callar la esencia y a presentar los residuos.
Es domingo, fresco y soleado. No existen pretextos si no los inventas. Oportunidad de purificar lo que es sólido y lo que es frágil, lo que es corpóreo y lo que es etéreo, lo que está claro y lo que sigue camuflado. Hay un día a la semana, al menos, para situarse de nuevo ante el desafío de importunar e importunarse. Hay una hora al día para consentirse al reto de descuidar y descuidarse. Hay un minuto en dicha hora que ofrece la oportunidad de doblegarse en comprender y comprenderse. Un segundo en cada minuto para quebrantarse en la escena, inquietar e inquietarse.
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