Una foto antigua tiene algo de prodigioso. Contemplarla, desentierra tiempos no muy lejanos en que, los protagonistas, se creían tan invulnerables como nosotros, ahora. Pocas cosas han cambiado si nos fijamos bien: sus peinados, la forma de sus faldas, sus posturas, sus muñecas…Pero todo lo demás sigue igual; ellos y ellas, tenían seguridad en sus mayores; esperanza de una larga y buena vida y muchos sueños. Sus sonrisas nos lo indican. También tenían prisa en crecer, tenían ganas de vivir infinidad de ocasiones y lugares y pensaban que tendrían tiempo de sobras para hacerlo. Una foto antigua nos recuerda que el tiempo es ajeno a nuestra voluntad, que no nos pertenece en absoluto y que lo que seamos capaces de poseer, de gozar, de sentir, vale la pena saborearlo mientras estemos fusionados a estos misteriosos átomos que aún nos mantienen activos. Una foto antigua, nos avisa que no somos para nada exclusivos o que si lo somos, ésta cualidad no tiene nada de particular porque ha sido ponderada millones de veces antes de aparecer en nuestra inteligencia y reflejarse en nuestras emociones. Ellos y ellas, como nosotros, sentían que podían mover el mundo, cambiar la historia o hacer en sus vidas algo especial con algunos de sus pequeños e insignificantes gestos. Observando una de estas antiguas fotos, sabemos que no queda nada especial por hacer que no hayan intentado antes varias generaciones, personas ya en el olvido, a no ser, porque algunas de estas fotos testimonian que existieron. Son, realmente fascinantes. Nada como ellas, hace deslizarnos a la realidad más absoluta donde nuestro juicio nos alerta que nuestro calendario, es breve. Tan breve que nos relegamos, puede que extraviados, a un futro incierto sin sellar, especialmente, nuestro presente.
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