Joder, Pepe. No por saberlo de antemano has dejado de apretarme el cogote con tus manazas hasta que esa esponja de años dulces y de aguas saladas ha empezado a rezumar por los ojos cerrados. Han dicho la noticia por la radio del coche y he tenido que abrir las ventanas para encontrar tu voz en los bares de las gasolineras, en las ventanas de las cárceles y en los graznidos de los buitres, esas aves que limpian la naturaleza y que nos recuerdan que antes que ser rostros somos calavera. Luego, en la radio, han contado lo de las elecciones gallegas y vascas. De haber estado en Galicia habría ido a Vilagarcía de Arousa (Pontevedra) a comer las ostras más tristes esta noche. De haber estado en Euskadi, me habría acercado a un colegio electoral a escribir tu nombre sobre un voto que sería el más válido de los votos nulos. Tan válido que nadie podría contabilizarlo como propio.
Porque eso has sido tú. Has sido la palabra de todos y el actor de nadie. Y ahora te me llevas una parte de mi historia, cuando éramos solo un poco más jóvenes que ahora y sabíamos que el teatro era cualquier cosa menos comedia. El primero que se va se lo lleva todo. Franco era nuestro incómodo acomodador. Y ahora, ¿cómo voy a recordar de aquí en adelante aquellos tiempos de universidad y de ensayos con censor invitado? ¿Cómo voy a sumergirme de nuevo en aquellas cuevas luminosas de las aulas nocturnas, ahí donde una silla de tijera era el trono de un rey o el cadalso del reo o el pedestal de las estatuas? Todo eso éramos cuando no éramos nada. Y ahora, tú muerto y yo triste, todavía somos menos que nada. Será que vamos a por nuestro destino, que no es la muerte sino la vida de los durmientes y la visión de los miopes.
Pero me preocupan tus huérfanos, Pepe. ¿Quién dirá ahora lo que no nos atrevemos a decir? En realidad no se trata de atrevimiento, sino de lucidez. La lucidez que da la retorta y el alambique a los vapores destilados de una realidad turbia. Hablabas de tu teatro como si fuera un lugar de entretenimiento. Y la gente se reía, cierto. Pero luego, cuando se iban a sus casas o a la última copa, esa gente iba perdiendo la sonrisa y al día siguiente entendían que, creyendo ir a tu teatro habían ido a una lección de catedrático. Hoy tu muerte ha hecho aflorar palabras de elogio, precisamente de aquellos que tarde o temprano habrían sido alguna de tus víctimas. Tú y ellos descansáis en paz. Tú, porque siempre la conociste. Ellos, porque saben que se han librado de ti. Te vas habiéndote comido el mundo. Te quedaste con lo mejor y con lo más profundo. Y ellos, tus enemigos, temblaron, se enardecieron, cayeron en la violencia que tú les atribuías. Has sido demiurgo de los vencidos y desenmascarador de los vencedores. Y cuando quisieron sacarte a ti y a Lorca, los trabajadores te acogieron en uno de los enclaves de aquel Madrid del "no pasarán". Te brillaban los ojos como el diamante, que no es una piedra preciosa por su valor sino por su dureza.
Te llevas, Pepe, el secreto de tu fortaleza y la fórmula de tu lenguaje universal. Los periódicos se hicieron para que tú los leyeras y los interpretaras. Tantos intelectuales vendidos, a veces regalados, y tú, a lo nuestro. Y lo nuestro, sin ti, va a ser más difícil de vivir. La libertad no admite nombres propios. Pero cada vez que grite "¡viva Rubianes, que estás en los cielos!", desde Espartaco a la Bastilla, desde Auschwitz a Gaza, sabrán que tuve el honor de ser amigo y contemporáneo del más libre de los hombres.
Por Joan Barril (el Periodico)
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