Las
copas se han acomodado sin control en los huecos libres del espacio
indeterminado repartido por la estancia, y del pasajero sentido
común de quien las bebe y en estos momentos, vacías, y aún
insinuantes, esperan sobre cualquier superficie ajenas a la mano que las
ha usado para calmar su sed. Voy a levantarme para rescatarlas de su
descolocada posición y cambiar su sobada apariencia antes que
cualquiera confunda su quietud con su coincidencia y las recoja del
lugar donde no han partido impulsados vehementemente por la escasa
contemplación de la mano que las balancea.
Una
a una pasan por el chorro de agua más bien fría que arrastrara la
dosis de azúcar, incalculable por mi parte, que se ha posado en su
cuello y caderas, y de otras extrañas materias. Después sufrirán de
un minúsculo inyecto de detergente verde y delicado con las manos,
y con un suave estropajo intentaré restregarles todo lo que
retienen y que nadie desea. Hecha esta minuciosa cirugía sanadora
volverán a ser sometidas a una ducha de agua, esta vez más
generosa, y a pasar a una posición que no es justa ni digna, pero es
necesaria antes de devolverles el resplandor que les corresponde con
el seco trapo algodonado que tras un soplo de vapor, les devolverá
su estética apariencia. Volverán a la mesa, ahora sí, orgullosas
de ellas mismas, dispuestas a dejarse manosear por fuera y a
encharcar por dentro como si el vidrio acristalado que les da forma y
sentido, fuera su aval escudo, cuando en realidad no hay escudo que
las proteja con un pasado noble ni ofrezca un futuro asegurado,
cuando en realidad no hay más que la certeza de que son cristal
soplado para servir a la aspereza, o a una codicia sin caducidad.
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